RAFAEL LANFRANCO: TECNOANDINISMO Y ANIME – Cultura visual japonesa desde el Perú

RAFAEL LANFRANCO: TECNOANDINISMO Y ANIME – Cultura visual japonesa desde el Perú
Por Carlos García-Montero Protzel

 

Rafael Lanfranco es parte de una generación para la cual Japón no fue una referencia lejana, sino una presencia cotidiana, íntima, formativa. Creció, como tantos niños peruanos de los años ochenta, fascinado por los robots que se transformaban, los héroes que lloraban y los monstruos de espuma enfrentados a golpes de justicia. Desde Mazinger Z hasta Evangelion, pasando por Robotech, Macross y Ultraseven, lo japonés se instaló como una mitología alternativa en la infancia limeña, una promesa estética y moral de otro futuro posible.

En esta exposición, Lanfranco despliega una serie de obras en las que no cita el anime: lo reescribe. Su propuesta no consiste en homenajear íconos reconocibles, sino en traducir los códigos visuales, narrativos y simbólicos de la cultura pop japonesa desde una mirada andina, híbrida y profundamente personal. El resultado es una obra que no se conforma con ser peruana o japonesa, sino que explora los puntos de fuga entre ambas.

 Aquí el robot no es solo una máquina: es una herramienta de reconstrucción cultural. En su serie El Imaquinario de Yute y Tocuyo, por ejemplo, el artista imagina un Perú post-apocalíptico que, como tantas veces en su historia, vuelve a levantarse desde las ruinas. Pero esta vez, los constructores no son dioses ni líderes míticos, sino personajes que reciclan tecnología, que ensamblan lo que encuentran para crear sentido. El mecha japonés se convierte en metáfora de resiliencia peruana: no hay salvación sin ensamblaje, sin chatarra, sin memoria.

Lanfranco se vale del dibujo, la escultura en resina y cartón, la impresión 3D y la cerámica para construir figuras donde conviven lo ancestral y lo futurista. En sus obras aparecen ecos de las líneas puras del diseño japonés, el preciosismo de sus miniaturas, la cultura del juguete articulado, pero también la precariedad, el barro y el textil de lo peruano. No se trata de una fusión, sino de un conflicto fértil: Japón como símbolo de perfección tecnológica; Perú como territorio inestable, emocional, vital.

 Lo japonés aparece así no solo como estética, sino como ética. Una ética del esfuerzo, del entrenamiento, del sacrificio. Lanfranco rescata al héroe emocionalmente roto, al adolescente que no quiere pelear, al personaje que evoluciona con la práctica, que encuentra sentido en el proceso. No hay triunfalismo en sus figuras: hay duda, introspección, una ternura melancólica. Por eso, sus criaturas no gritan ni posan; parecen más bien pensar, habitar el silencio, llevar consigo la ambigüedad del mundo.

 El anime, en esta lectura, no es solo un género narrativo sino un espacio simbólico donde lo emocional, lo técnico y lo espiritual se conectan. Japón representa, para Lanfranco, la posibilidad de una cultura que supo rehacerse, que transformó el trauma en potencia creativa. Y eso, en el Perú de hoy, es más que una referencia: es un espejo.

Esta muestra es un testimonio de esa relación transcontinental, emocional y visual. Una carta de amor al Japón que nos formó sin que lo supiéramos. Un manifiesto desde Lima sobre la posibilidad de reimaginar el arte peruano a través del lente de la animación japonesa. Una invitación, también, a pensar la identidad no como herencia estática, sino como campo expansivo donde conviven el robot y el cerro, el dibujo técnico y la emoción contenida, el juguete y la memoria.

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